Éstos son mis cuentos de Cien Palabras.
Ocupan eso, 100 palabras exactas, sin contar el título.
Leed uno.
Despues otro.
Despacio, sin prisa.
Hay muchos, centenares de ellos.
Para sonreir, para reflexionar, para estremecerse...
Teneis tiempo, volved cuando querais.
Como ya nadie compraba ni vendía acciones, diseñaron un programa que diera cada día las cotizaciones de forma aleatoria. Así, a veces los valores subían o bajaban siempre de manera inexplicable, es decir, como antes. Algunos años más tarde, con el público acostumbrado al simulador, alguien se atrevió por fin a gastarse 12 euros de su propio bolsillo para comprar acciones, y tal inyección de liquidez despertó entre los especuladores una euforia incontrolable. Empezaron a emerger fortunas insospechadas desde las Islas Caimán y lugares parecidos. Y tantas acciones se compraron que pudieron desactivar el programa, aunque guardaron copia de seguridad.
Hace algún tiempo, cuando las cosas iban bien, entré en Internet aconsejado por un amigo para hacer algunas inversiones en bolsa. Empecé comprando algunos valores y un par de warrants, sea lo que sea eso. Pero luego me fui animando y, sin darme cuenta, le di a un botón que no era. De repente vi en los indicadores que caía la bolsa de Tokio. Intenté darle al ‘deshacer’, pero hice algo mal y cayó Wall Street. Intentando arreglarlo dejé sin fondos a algunos bancos. Cuando ví la que había liado, cerré el ordenador y disimulé.
Me llamaron del banco para ver si les podía dejar algo de dinero, que iban muy justos. Les dije la verdad, que en ese momento no me iba nada bien, y que incluso había tenido que malvender la consola del niño. “Va, venga, danos algo, que más vale pedir que robar...”, me insistió el director, un tipo muy majo. Al final me llegó al corazón, y cedí. “Tranquilo, que en cuanto la cosa mejore te lo devolvemos... Ya verás como todos salimos ganando”. El dinero lo doy por perdido, pero me queda la conciencia de haber hecho una buena obra.
(Publiqué este cuento el 14 mayo de 2002. Creo que en estos días recobra actualidad.)
Dicen que hubo un hombre que hizo una gran fortuna. Le aconsejaron recurrir a la ingeniería financiera, así que puso su dinero en paraísos offshore, a través de sociedades interpuestas y mediante seguros de prima única, débitos de interés diferido y ponderables de alto valor a nombre de terceros. Lo transfirió todo a una cuenta numerada que, a su vez, vinculaba los valores con los índices promediados de los fondos opacos. Cuando necesitó dinero, intentó recordar cómo era todo, pero se hizo un lío. Aún sigue la fortuna perdida en el laberinto financiero, y cómo me lo contaron lo cuento.
Las chimeneas siempre han existido, y nadie recuerda cielos sin humo. No se sabe qué se hace, ni quién trabaja allí. Los chavales intentan saltar los muros, pues está prohibido. Y aunque pocos se aventuran más allá, siempre alguno se atreve a subir la verja, a esquivar los alambres como navajas, y llega al otro lado. Nadie le vuelve a ver, claro está, pero eso no impedirá que otros quieran repetir. Los ancianos aseguran que los muros no son para prohibir entrar, sino para no dejar salir, pero nadie se atreve a asegurar si ellos están dentro o están fuera.
(Este relato está inspirado en una fotografía de Lapicero)
El anciano llevaba tiempo sin contar cuentos. No por falta de ideas, que llenaban como siempre su cabeza de un caos ingobernable. No era falta de tiempo, pues los días seguían repletos de los mismos minutos. Era miedo a que las palabras no acudieran a la llamada, temerosas de quedar expuestas en toda su desnudez para ser observadas y juzgadas. Miedo a repetirse, o a contar el cuento último, el que hará innecesarios todos los demás. Y miedo a que cien palabras no encontraran su historia, aunque fuera el relato tantas veces contado de un anciano escritor que teme escribir.
Encargaron una consultoría para mejorar el rendimiento de la Muerte, pues sus metodologías eran antiguas, y llevaban tiempo sin renovarse. Le pidieron que cambiara el vestuario y se encorbatara, que sustituyera la antigua guadaña por un maletín discreto repleto de armas, venenos e ideas dañinas. Instauraron protocolos y procedimientos burocráticos, y la Muerte se iba deprimiendo, sentada en un rincón sin poder matar a nadie porque faltaba un papel, o un permiso, o por no haberlo planificado con tiempo. Pero, no se sabe cómo, a los consultores que llevaban el tema les cayó encima un piano y nadie quiso sustituirles.
(Este relato está inspirado en la fotografía de Lapicero)
Recorría la ciudad de madrugada buscando muros tristes en los que crecieran plantas trepadoras, y dibujaba en ellos un par de mariposas de colores, de perfección exquisita, que parecían revolotear entre las piedras y la vegetación. Muchos pasaban sin verlas, presurosos por llegar a sus casas o despachos, donde no están permitidos los lápices de colores. Otros se deten
ían a mirarlas, y sonreían, y esa pequeña alegría les acompañaba en su camino. Y enseguida llegaba la brigada municipal, luchando por mantener la ciudad bonita, y bajaban de sus furgonetas, y con dos brochazos de pintura gris mataban a las mariposas.
(Este relato está inspirado en las fotografías de
K. R. Celma)
Él y su mujer fueron a vivir a la montaña hacía un par de años, y no volverían a la ciudad por nada. Una casa de madera en medio del bosque, cerca de un lago precioso, y mucho tiempo libre para dedicarlo a sus aficiones. Mientras paseaba solo, oyó unos gritos de auxilio, y corrió hacia allí. Un excursionista había caído en un agujero profundo, medio oculto entre hierbas, y no podía salir. "Espere", le dijo, "voy a buscar ayuda."
Al verle llegar, su mujer vió la alegría en su rostro, y sonrió. "Otro más", dijo él, cogiendo la escopeta.
En mi empresa hay muchos ingenieros, y gente muy lista. Pero cuando los problemas son realmente importantes desde gerencia llaman a un prestigioso chamán africano, con 20 años de experiencia en la alta magia espiritual. Entre danzas, humos y ungüentos, dicta las directrices estratégicas, nos las deja grabadas en un hueso y a nosotros sólo nos queda implementarlas. Hay quien se mosquea, y va a quejarse, molesto porque se haga más caso a un hechicero en taparrabos que a los técnicos de la casa. Pero cuando ve al jefe de personal jugando con muñequitos y agujas, acaba por dejarlo correr.