Éstos son mis cuentos de Cien Palabras.
Ocupan eso, 100 palabras exactas, sin contar el título.
Leed uno.
Despues otro.
Despacio, sin prisa.
Hay muchos, centenares de ellos.
Para sonreir, para reflexionar, para estremecerse...
Teneis tiempo, volved cuando querais.
Han implantado en mi escalera de vecinos un sistema para gestionar mejor los gastos. El presidente recibe las peticiones razonadas de los gastos propuestos: el cambio de una bombilla, la reparación de un tubería… Debemos incluir una primera valoración del coste, una descripción de la necesidad de su ejecución, y una hipótesis de qué pasaría si no se efectuara el gasto. La gente anda algo mosqueada, pero la pareja de ancianos del ático ya han diseñado cinco tipos de formularios y diez plantillas. Luego ella revisa con detalle la estructura formal de cada petición, y no deja pasar ni una.
Mi hija me mostró un laberíntico diseño que una amiga le había dibujado en la libreta. “¿Parece hipnótico, verdad?”, me preguntó con voz extraña. En efecto, el dibujo era un dédalo de tinta que seducía y mareaba. En mi caso, además, acababan de sacarme una muela y estaba aun medio anestesiado. Conseguí apartar la vista, balbuceé algo, y fui a tumbarme en la cama, donde quedé dormido. Soñé con cárceles circulares, con tatuajes de fuego, con pasillos recursivos. Me desperté con un rotulador en la mano, al lado de mi hija, dibujando ambos en la pared, compulsivamente, aquellas espirales inacabables.
El autobus se desvía de su trayecto habitual. Una viejecita sentada delante es la primera en notarlo. Un señor con una maleta y una chica de rasgos achinados avanzan también para interesarse. "Son órdenes", dice el conductor. "Nueva ruta".
Los pasajeros se agolpan en las ventanas, y ven alejarse la ciudad. Dos hermanos se miran: llegarán tarde al colegio. Si alguien hace amago de protestar, algún pasajero lo retiene: "No vale la pena. Son órdenes".
Cuando paran ya no hay edificios, les rodea el desierto. Los pasajeros bajan, el autobus se aleja. Se sientan bajo el sol, y esperan inutilmente.
Le aterraba que pudieran entrar en su casa mientras dormía. Por eso nunca les había pedido ningún regalo, ni escrito ninguna carta, y pese a todo cada año descubría obsequios que tiraba a la basura sin abrir, muerto de miedo de saber que habían estado allí. Era su casa, y no tenían derecho a entrar así, con nocturnidad, forzando la ventana. Al año siguiente les mandó una carta, por primera vez, amenazándoles para que no volvieran nunca más. Unos días después, otro regalo. Pero se acabó, esta noche les espera, despierto y silencioso en la oscuridad, con el arma preparada.