Éstos son mis cuentos de Cien Palabras.
Ocupan eso, 100 palabras exactas, sin contar el título.
Leed uno.
Despues otro.
Despacio, sin prisa.
Hay muchos, centenares de ellos.
Para sonreir, para reflexionar, para estremecerse...
Teneis tiempo, volved cuando querais.
Tras desayunar una ración doble, viene un cura a hablarle de paraísos, culpas, pecados y perdones. Cuando le pregunta si quiere confesarse le golpea con la bandeja, y sigue hasta que los guardias se le echan encima y le inmovilizan. El cura huye, pero sigue oyendo las blasfemias del preso, y no entiende como un corazón puede encerrar tanto odio. Eso explica las burlas al emperador, al orden, a Dios. Un pobre diablo, pero la sociedad debe protegerse. Mientras tanto los guardias conducen al reo amordazado hasta el patíbulo, donde la multitud jubilosa e impaciente pueda insultarle antes de morir.
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Han hecho el amor por primera vez, y no habrá más: a él lo habrán degollado antes de dos horas, y ella nunca acabará de recuperarse de aquella pesadilla. Pero ahora no lo saben, y descansan bajo las estrellas. Huyen de sus padres, pues ellos piensan que él debe cumplir su deber con el Imperio. Ahora han de verse con un escultor excéntrico que les hará papeles nuevos. Andan por la carretera, y piensan en el futuro. Un coche se detiene para llevarles. El conductor les sonríe. Semanas más tarde será ahorcado, junto al subversivo al que buscaban los enamorados.
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Siempre había trabajado para mejorar las escuelas del Imperio, pero algo no iba bien: revueltas continuas, subversión, niños asesinos... Dirigió nuevas directrices a los colegios, les pidió que separaran en aulas especiales a los más conflictivos, y que sustituyeran sus profesores por detectores automáticos de presencia. Los padres pedían que hicieran más horas de estudio, que comieran allí, que durmieran allí, ya vendrían a verles los fines de semana. El sistema se fue perfeccionando, y para que los chavales no intentaran faltar a clase, se les rodeó de rejas y de perros guardianes. Y cada dos meses, hacían un examen.
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Cuando los niños empezaron a matar a sus padres, se explicó primero por las influencias negativas de la televisión, y por lo mal que se enseña en las escuelas. Muchos progenitores se organizaron para defenderse, y expulsaban pronto a sus hijos de casa, montando turnos de vigilancia por las noches. Las calles se llenaron de chavales furiosos, y cuando quienes les veían volvían a casa, miraban a sus hijos con recelo, creyendo reconocer en sus ojos aquellas miradas temibles. Dormían cerrando sus habitaciones por dentro, y no aceptaban sus regalos. Y cada noche recordaban que no podían postergarlo mucho más.
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Sólo la luz plateada de la luna compite con los fuegos distantes para iluminar la noche. Arden las ciudades, y desde esta distancia podemos olvidar que entre las llamas hay gente y gritos y tragedias. Si miramos fijamente las hogueras lejanas, podremos ver como el fuego adopta formas y chisporrotea alegre. Si levantamos entonces los ojos a la luna, notaremos su poder, podremos oír a la bestia que reside en nuestro interior, y buscaremos estacas con clavos, y machetes, y gasolina, y nos dirigiremos gozosos hacia la ciudad, cargados de justa ira, para que crezcan el fuego y los gritos.
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