Éstos son mis cuentos de Cien Palabras.
Ocupan eso, 100 palabras exactas, sin contar el título.
Leed uno.
Despues otro.
Despacio, sin prisa.
Hay muchos, centenares de ellos.
Para sonreir, para reflexionar, para estremecerse...
Teneis tiempo, volved cuando querais.
El doctor se le acercó de nuevo, con el instrumental. El dolor era intenso, lacerante. Es un problema postural, le aseguró el doctor sin dejar de manipularle la pierna, intensificándole el dolor. Tiene los músculos lesionados, una tendinitis grave, y riesgo de desgarros, insistió el doctor, mientras él chillaba. Un problema postural, si, podríamos llamarlo así. Debe tenerlo en cuenta, o la pierna le seguirá doliendo, aún más, y luego el dolor pasará a la otra pierna, podría llegar a perder las dos si usted no modifica su postura inflexible y acepta por fin contarnos todo lo que sabe.
El cirujano acerca el bisturí a la médula. No es una operación complicada, pero hay que ir con cuidado, mantener la atención en cada instante. El cirujano separa los tejidos procurando no dañar los nervios, y recuerda entonces, como en un flash, que su mujer le ha pedido que cuando vuelva a casa no olvide de pasar por el supermercado y comprar papel de cocina y aceite, y piensa en ese momento que el coche aun está en el taller y deberá volver andando, maldito carburador, y entonces se da cuenta, pero ya es tarde, dios mío, qué he hecho.
Ocurrió que mientras visitaba una feria de ganado, y por circunstancias que no vienen al caso, me mordió un burro radioactivo. Obviamente adquirí sus poderes, pero no creí conveniente darme a conocer haciéndome llamar el Hombre Burro, asi que decidí mantener el anonimato. Siempre intenté ocultar mis poderes, pero creo que en las reuniones de trabajo algunas de mis intervenciones hacían sospechar, en ocasiones, a alguno de los asistentes. Fue así como, poco a poco, supe aprovechar mis habilidades adquiridas para ir escalando posiciones. Hoy, que ya domino el mundo, podré desvelar por fin ante mis súbditos mi verdadera identidad.
Ya le tenemos, y el pueblo corrió a ver como le paseaban, cautivo, en procesión, y los sacerdotes dijeron, he aquí la causa de nuestros males, ved aquí uno que odiaba a los hombres y ved que fuego y azufre serán su castigo. Y el pueblo vió que aquello era bueno, y cantaron y se regocijaron, y ovacionaron a sus reyes y buscaron leña para preparar la hoguera. Viendo arder la causa de sus males y sus cuitas, la multitud sintió que el fuego era bueno. Pero la maldad persistía, así que pronto buscaron más leña y alimentaron más llamas.
Yo era de los que no creía que las ondas de los móviles pudieran afectar a la salud. Pensaba, iluso de mí, que eran exageraciones, inventos de ecologistas tecnófobos. ¡Cuan equivocado estaba! Yo, que llevo siempre mi móvil en el bolsillo interior de la chaqueta, empiezo a percibir claramente pequeñas vibraciones contra mi pecho, emanaciones radioeléctricas que recorren mi sistema nervioso, alteran mis sinapsis, y me impiden sonreír a los niños o auxiliar a los pobres. Pulsos hertzianos que avanzan por mi médula espinal hasta mi cerebro, disolviendo las neuronas y forzándome a escribir en cien palabras majaderías como ésta.
La pobre niña estaba indefensa ante los peligros y las maldades del mundo, así que sus protectores taparon sus oídos para evitar que oyera cosas terribles, que podían herirla y dañarla. Luego usaron el esparadrapo para cerrar sus ojos, y protegerla así de visiones que pudieran traumatizarla o influir negativamente en su maduración. Taparon su nariz con algodones, para que ningún olor la molestara o la incitara a pecar. Otro trozo de esparadrapo cubrió su boca, en diagonal, y una última tira formaría una cruz perfecta sobre sus labios cerrados. 'Estate tranquila, bonita. Uno más, y estarás totalmente a salvo'.
En mi empresa encargaron una consultoría para realizar un estudio previo orientado a decidir la subcontratación del seguimiento de los proyectos que realizan empresas externas. Los consultores nos reunieron y repartieron hojas en blanco para que las llenáramos con nuestras ideas, y las fueron colgando por las paredes de la oficina. Por las tardes, según el plan, la señora de la limpieza subrayaba con rotuladores fosforescentes las frases más interesantes. Luego los consultores recogieron los papeles, y encargaron a un becario pasarlos a limpio. El informe gustó mucho a los jefes, pero a la señora de la limpieza la despidieron.
Será un domingo tranquilo, en casa, y observa aliviado desde el balcón el denso tráfico, y de pronto está allí, ante un volante en el calor del embotellamiento y, con el pie en el freno, mira pasar un tren allá a lo lejos, y de pronto está allí, sentado en el vagón junto a la ventana, viendo cómo la carretera va quedando atrás y el paisaje desfila ante sus ojos desconcertados, y ve pasar una granja, y un campo con vacas, y de pronto está allí, paciendo estupidamente mientras ve alejarse el tren, ese domingo que iba a ser tranquilo.
Lo difícil no fue escribir el cuento, sino aplicarle la magia que había aprendido. Tras los conjuros, el cuento ya no podía ser leído dos veces sin ser distinto cuento. A cada lectura mostraba nuevas historias, nuevos miedos, nuevas esperanzas. Lugares y personajes surgían mágicamente cuando el lector volvía a él. Piratas, naves, lugares oscuros, romances, pasión, y, según contaban algunos lectores, deseos prohibidos y secretos innombrables. No había tampoco dos personas que leyeran lo mismo, como si mutara para adaptarse a cada cual. Un cuento mágico, tan distinto a éste, que sigue siendo el mismo al volver a leerse.
Horas de tren, largas y calurosas. Solo en el vagón, te quedas dormido. Sueñas que entra una mujer, y que te observa mientras duermes. Sueñas que abre su maletín de cuero, y que saca de él sus instrumentos afilados, sin dejar de mirarte. Sueñas que quieres despertar y el miedo te lo impide, y que ella se acerca y palpa tu cuello con dedos blandos. Estás dormido, soñando con la mujer que va a matarte, y sólo despiertas cuando la sangre te mancha y, con el bisturí en la mano, recuerdas haber soñado que era ella quien lo usaba contigo.
Salí de casa para ir a trabajar, y encontré que la calle que utilizo normalmente para llegar estaba cortada por obras. Tomé una ruta alternativa, pero el callejón que debía utilizar estaba también bloqueado por un acto oficial, y no me dejaron acercarme. Sólo podía tomar el camino de la plaza mayor, dando una gran vuelta, pero unas vallas metálicas lo impedían. Inquieto, corrí a casa para decirle a mi mujer que nos tenían rodeados, pero un par de agentes habían cortado los accesos al edificio. Sin poder escapar, vi obreros acercarse, con más vallas, máscaras antigás y máquinas percutoras.
Pasados tres días de las elecciones, con el 12% del escrutinio realizado, el vencedor era un pequeño partido político inspirado en los escritos astrológicos de un húngaro decimonónico. Una semana más tarde, ya con el 34%, había cambiado el escenario: en primera posición, la fracción escindida de los catecúmenos radicales, a quienes se dio por ganadores, con miedo a que impusieran sus peculiares convicciones al personal. Semanas más tarde, con el 67% contado, surgió la sorpresa: ahora ganaba el grupo denominado Movimiento Pendular. A dos días del final del escrutinio, no he perdido la esperanza de que ganen los míos.
Mi madre se enteró por casualidad de mi dedicación a la política, y se llevó un gran disgusto. Ella siempre había creído lo que yo le contaba: que me ganaba la vida honradamente mediante el proxenetismo, y estaba muy orgullosa de mí. Pero ahora, descubierto mi horrible secreto, he de intentar convencerla de que no por ello soy peor persona, y de que no debe preocuparse por el qué dirán. Además, tal vez ella no se haya planteado las ventajas implícitas, pues en cuanto tenga un cargo podré colocar a mis hermanos, e incluso nombrarla directora general de alguna cosa.
Odiaba el pecado y los placeres terrenales, pero como no creía en dios se hizo médico. En su templo, recitaba a los fieles letanías crípticas cuando ellos venían buscando ayuda para sus tribulaciones. Les culpabilizaba, y les hacía apartarse de aquello que les proporcionara placer: la buena comida, la embriaguez, el sexo... Renuncias en pago por promesas de vida eterna. Exigiéndoles que tuvieran fe, regía sus conductas y deseos. Quien no creía en él, quien desobedecía los mandatos sagrados, pagaba su justa penitencia: cinco meses sin dulces; punciones; y la introducción forzada de instrumentos diagnósticos por varios orificios del cuerpo.
Al irse los fontaneros supo que le habían dejado algo vivo corriendo por las cañerías de casa. Algo le hacía estar seguro: los arañazos tras las paredes, el sentimiento de su presencia húmeda y peluda. Por las noches, creía oirlo deslizarse por las tuberías, y el sueño sólo llegaba tras la fatiga del miedo. Llamó a los técnicos para que sacaran aquello de su casa, pero se burlaron de él, diciendo que eran sólo los ruidos normales de las tuberías, y que nada vivo podía estar allí. Ahora ya no se atreve a ducharse, ni a beber del grifo.
Aquel día tomé demasiados hongos, y las paredes empezaron a fundirse. Yo avanzaba despacio por el pasillo, los pies hundidos en una masa pegajosa y musical. Recuerdo murmurar fragmentos bíblicos, sonaban en mi interior con resonancias épicas y apocalípticas. Ella me tomó de la mano, pero no quise mirarla por no ver su cara deshaciéndose ante mí, su piel, sus ojos, resbalando hacia el suelo. Sus palabras eran palabras de multitudes, y huí de ellas. Me quedé un tiempo infinito tirado en el suelo, sollozando por la incapacidad de contar lo que sentía. Ahora, sereno, intento hacerlo en cien palabras.
Me apunté a un curso de filosofía transpersonal, un seminario cuyo objetivo era algo así como remover nuestro interior para sacarlo fuera, dejando el exterior dentro, más o menos. Me pasa siempre con estas cosas que me cuesta ponerme en situación. Cuando ya todos estaban meditando con los ojos cerrados, yo aún no podía quitarme de encima la sensación de estar haciendo el ridículo, allí sentado en la posición del loto. Intenté sacar mi yo interior y mutarlo por mi ello exterior, tal y como decía el profesor, pero sólo conseguí que me doliera el estómago por acumulación de gases.
Encontraron la guarida del dragón cuando ya regresaban a su aldea seguros de haber fracasado en su empeño. Lo encontraron durmiendo, incubando dos huevos. Sabían lo leve que resulta el dormir de los dragones, así que se acercaron muy despacio hasta poder lanzarle los arpones envenenados, y los ganchos, y finalmente le clavaron las lanzas en el corazón, bajo la escama ventral. La sangre les cubrió y el dragón cayó de lado. Entusiasmados, rompieron a pedradas los huevos que incubaba. Ahora venía el trabajo duro. Desventrarlo, separar las escamas y los huesos, clasificar y separar cada parte que pudiera venderse.
Apretó fuerte la basura con la mano, para hacer espacio en el cubo de la cocina. No se dio cuenta de que tras los papeles había un gran cristal roto, que le atravesó la muñeca. Ver la sangre salir a borbotones le hizo desmayarse. No había nadie en casa, así que murió desangrado, con la mano aun dentro del cubo de basura. Al abandonar el cuerpo se vio tendido en el suelo de la cocina, y le indignó morir sin dignidad ni estética; quiso volver, pero pronto el dolor se convirtió en olvido, cuando pasado y futuro empezaron a fundirse.
Mi vecino trataba tan mal a su mujer e hijos, que decidí entrar en su casa para molerlo a palos. Sus hijos intentaban defenderle y su mujer, llorando, me gritaba que dejara en paz a su marido, que arreglarían solos sus problemas. Tanto escándalo montaban que tuve que encerrarles en habitaciones separadas. Até al marido a una silla y, tras hacerle pagar sus malos tratos, lo tiré por la ventana. Me quedaré algunos días en su piso, hasta que la mujer y los niños se den cuenta del bien que les he hecho y de que están mejor que antes.
Le costaba creer a sus padres cuando le aseguraban que no había nada malo detrás de aquella puerta, y que los ruidos que oía por la noche eran sólo fruto de su imaginación. De noche, tras hacerse el dormido, pegaba la oreja a la pared, y no tardaba en escuchar esos lamentos, gemidos guturales, y esos ruidos húmedos de carne masticada. Cada día su miedo era mayor, hasta que una noche los ruidos cesaron. Durante algún tiempo creyó que todo había pasado, y volvió a abrazarse a sus padres con confianza, hasta que le anunciaron que iban a cambiarlo de habitación.
Eran los de la secta los que llamaban a mi puerta. Me dijeron que en la última reunión que habían tenido en su templo, habían llegado a la conclusión de que no estába bien ir de puerta en puerta intentando inculcar a los demás tus creencias, sin preocuparte de si se estarán duchando, o viendo la tele, o realizando actividades más fructíferas que las tuyas. Me pidieron disculpas por todas las veces que habían venido a venderme esas revistas con dibujos inquietantes de gente sonriente, y me aseguraron que nunca más me pedirían que creyera en dios. Y se fueron.
Hizo crecer su barba y se perdió en la ciudad. Se le veía recogiendo vidrios, tubos metálicos, cosas extrañas que rescataba de algún contenedor, o de desechos industriales. Lo iba acumulando en un carro de supermercado, y lo llevaba a una fábrica abandonada, donde dormía. Poco a poco fue encajando sus hallazgos, un cilindro por aquí, una tuerca por allá, unas pilas, unos cables. La cosa iba tomando forma, un aparato grande, extraño, con una disposición radial que le daba cierto aire estético y siniestro. Finalmente instaló un interruptor, lo activó, y la ciudad ya no despertó de aquella noche.
El viejo me abordó en la calle, y me susurró, con complicidad, que podía venderme una historia. ¿Para qué la quiero?, le dije. Sé que la necesitas, respondió. Dudé un segundo, pero no tenía nada que perder. ¿Será una historia nueva, sólo para mí?, le pregunté. Podrás hacer con ella lo que quieras, me aseguró sonriendo, y me pidió que le siguiera. Vivía cerca, una casa muy vieja perdida en un jardín feo y sin cuidar. Casi sentía miedo, pero algo en el anciano me inspiraba confianza. Me hizo esperarle fuera y cuando volvió a salir me contó esta historia.
La gente piensa que sólo por ser omnipotente ya llevo una vida regalada. Pues no señor, es muy duro. De entrada porque uno no puede andar usando la omnipotencia a diestro y siniestro, pues al final te calan y dejan de creer en la ciencia, en la tecnología, y en el trabajo honrado y esperan que se lo soluciones todo a base de milagros. Y yo siempre digo, no señor, que se lo curren. Pero lo peor es no poder usar la omnipotencia para matar gente, y tener que hacerlo siempre a través de locos, terroristas o presidentes de gobierno.
Por las noches es siempre otra ciudad. Sus arcadas y escaleras, sus puentes sobre ríos oscuros y distantes, sus calles de trazados intuidos, sin luz, sin voces. En esa ciudad nocturna camino buscándote, tantas noches, tantas ciudades. Avanzo a tientas, sólo el ruido de mis pasos volviendo desde las fachadas tristes de ventanas cerradas. Cada noche te busco, intuyo tu sombra, un movimiento lejano y brevísimo, corro a encontrarte para ver amanecer de nuevo juntos la ciudad. Tu sombra se desdibuja en otras sombras, pero me acerco, y la sombra es cada vez más tu, y ya es de día.
Entra tras la mujer en el ascensor, pulsa el botón de su piso, y al girarse para preguntarle a qué piso va, ella ya no está allí. Sabe que no ha salido, que la puerta se cerró tras ellos, pero no hay nadie más en la cabina. El ascensor sube. Durante el trayecto, sabe que no está solo, que el frío que siente es el frío de su presencia. El ascensor sube. Su piso ha pasado de largo; todos los pisos. El ascensor sube. Entonces deja de sentir temor en ese trayecto sin final, solo en el ascensor, con ella.
El experto acostumbra a llegar tarde, pero cuando lo hace crece en la plaza un silencio incómodo y temeroso. Despliega sus herramientas en el suelo sobre una tela de colores, y no levanta la vista hacia quienes le observan. La fascinación y el miedo no les permite huir, ni se consentiría. Cuando todo está dispuesto el experto se levanta y señala a alguien, a cualquiera, y nunca sabremos por qué él o ella y no cualquier otra persona. Los demás, aliviados, impedirán que huya, lo tenderán en el suelo, junto al instrumental, donde las primeras incisiones impedirán que siga chillando.
El pueblo es tranquilo, todos se conocen y hablan la misma lengua, y comparten vino, risas y bromas. Son buena y noble gente, pero temen a los de fuera, y por eso mataron al cartero, hace ya años, y al que le sustituyó, y a un doctor que quería vacunar a los niños. Las investigaciónes se cerraron sin nadie a quien culpar, pero desde entonces no llegan cartas, ni feriantes, ni poetas que hablen otras lenguas. Los domingos cuando salen del templo, las gentes se reunen en la plaza mayor a escuchar leyendas antiguas, y cantar, y bailar danzas tradicionales.
En la escalera estamos hartos de mendigos, de vendedores ambulantes y de correo comercial no deseado. Nos hemos reunido y hemos acordado hacer de nuestra escalera un lugar más seguro. Se ha decidido que entre semana no entre nadie que no sea vecino. Las visitas se solicitarán para el fin de semana, con permiso del presidente de la escalera, y reforzaremos la portería con dos guardias jurados y un perro. Para evitar problemas impediremos la entrada del cartero, y de los que digan que vienen a revisar el ascensor, por si son sectarios camuflados o inmigrantes ilegales.
Está condenado a olvidar. Unos lo consiguen refugiándose en el alcohol, o entumeciendo el cerebro ante el televisor.. Él, en cambio, que quiere recordar, vive su maldición con horror y con pena. Todo empezó con temas menores: no saber dónde dejó el coche, o las llaves, o el libro que leía. Pero ahora olvida también el dolor que ha infligido, y eso provoca más sangre y más dolor. De día todo es desmemoria y rutina. Al revés que la gente, por la noche se emborracha para recordar, y sale a la calle sabiendo que las nuevas muertes las olvidará mañana.
Tras la gran guerra, los vampiros salieron de sus escondites y controlaron el mundo. No haber creido nunca en ellos no nos libraba de la esclavitud, ni de servir de alimento a quienes se proclamaban nuestros superiores. Algunos intentaron rebelarse, es cierto, pero lo que hicieron con ellos provocó que cada vez hubiera menos resistentes, nadie quería arriesgarse a acabar de aquel modo. Muchos se acomodaron, recibieron cargos y prebendas, fueron lacayos serviles de los chupasangre, y pusieron sus voces y sus libros a su servicio. Ahora parece que nunca hubiera existido otro pasado, y yo mismo empiezo a olvidarlo.
A él no le dejaron salir. Los demás ya estaban fuera, incluso la pareja de delante en la cola, que también había tenido problemas. Ahora, en la sala sin muebles, sólo estaba él. Habían cerrado las puertas, y reducido la luz al mínimo. Estaba acostumbrado a obedecer, así que se sentó resignado en el suelo, junto a una pared. Pasaron algunas horas y finalmente llegó un responsable, quien le informó de su situación y de los complejos motivos burocráticos que retrasaban su turno. En unos días, le aseguró, estará resuelto, entretanto llene estos papeles. Siguió esperando, pero nadie más vino.
Le habían regalado la tortuga para que no se sintiera sólo, allí en su piso. No le gustaba demasiado el animal, pero se obsesionó con las manchas y dibujos de su caparazón. Aquellas formas y simetrías, códigos que pedían ser abiertos, símbolos con significados arcanos. Estudió y analizó aquel lenguaje. Llegó a conocer de memoria cada curva y relieve, y ensayó con letras y con cifras buscando un sentido que se le escapaba.
La tortuga murió. No la había alimentado. De cuclillas, en una esquina, mirando concentrado el caparazón vacío, sigue buscando signos y portentos. Sólo eso, un caparazón vacío.
Se acabaron las vacaciones. Estos días ha estado descansando, jugando con los críos, intentando quitarse de la cabeza los gritos y agobios del quehacer diario. En la playa, aburrido ya de leer la prensa, añoraba que acabara el verano, y poder volver a trabajar. Hay personas que sólo viven pendientes de las fiestas y los fines de semana. Pero a él le gusta lo que hace, siempre le ha gustado, así que vuelve al trabajo con ánimos renovados y examina el expediente que debe tratar hoy. Se trata de un disidente, un subversivo, pero él sabe cómo arrancarle la información.
Necesitaba dinero con urgencia, y me recomendaron a unos prestamistas que no hacían demasiadas preguntas. No me gustó el local, unos billares abandonados donde me recibió un señor, cruce de contable y cantante de tarantelas, al que acompañaban dos enormes ayudantes. Me dieron tantos billetes como pedí, y yo tuve que dejarles nombre y dirección. Los ayudantes se los anotaron en sus respectivas agendas. Cuando sea el momento, pasaremos a cobrar, me dijeron con voz queda y mirada torva. Me fui algo intranquilo. Estoy seguro de que venderán mis datos ilícitamente y se me llenará el buzón de correo comercial.
¿Cuánto días hace que hay luna llena? Dos, tres semanas. Nadie parece darse cuenta. Lo comento en la oficina, y se lo toman a broma; me enseñan en el calendario las fases de la luna en los días anteriores. Pero había luna llena, como ahora, y se que la habrá siempre, que nunca volverá a menguar, que deberé resignarme a que los demás no me crean, y piensen falsamente que el tiempo no se ha detenido. Me mujer dice que a mi la luna siempre me afecta mucho, y que estas ideas me las provoca la luna llena. Tiene razón.
Ella, en casa, tiene serpientes. Nadie lo sabe, pues no habla de ello con sus compañeros de trabajo, ni con sus amigos; y cuando viene alguien a su casa, pocas veces, no las ven, se esconden tras los muebles, o en el altillo, o en los rincones oscuros del lavabo.
Cuando está sola, se tiende desnuda en la cama y deja que se le acerquen, y las alimenta, y las acaricia, y las domina, y despierta entre ellas. Ha soñado cosas terribles, que le duelen al pensarlas. Vuelve al ritual de la vigilia, vuelve al trabajo, y ellas la esperan.
Revolviendo antiguos papeles familiares, descubrió que le correspondía por estirpe el título de rey. Fue al ministerio para informar de la situación y allí, tras comprobar los papeles y cobrarle las tasas de verificación registral, le dieron la razón y le acompañaron hasta el palacio real, donde desalojaron al monarca que, ilegítimamente, reinaba aun. No se lo tomó muy bien, e intentó usar su cetro con contundencia para impedir el desalojo, pero acabaron echándole a patadas. Tras firmar la aceptación de las cláusulas estándar, el nuevo rey se sentó en el trono y ordenó decapitar al anterior. Viva el rey.
Se me llevó el coche la grúa por estar mal aparcado. Tardé dos días en ir a retirarlo del depósito municipal, y ya había una familia viviendo dentro. Me explicaron que el ayuntamiento utiliza los coches como albergues provisionales para refugiados de distintos países, acogidos en el nuestro. Mientras pagaba la tasa de la grúa, la multa y diez arbitrios, vi que en el asiento de detrás de mi coche dormían un niño y una niña. También su padre dormía, en el asiento del conductor. La mujer, despierta, me miraba con ojos tristes a través del cristal. Volví en taxi.
Llevan más de cuarenta años casados, una relación que les ha hecho felices, que ha sobrevivido con amor y comprensión. Pero hoy él está inquieto. Va a contarle a su mujer un secreto que durante todo este tiempo ha ido llevando, como una herida mal cerrada, a la que se acostumbró, pero que nunca ha dejado de quemar y doler. Una semana después de casados, por única vez, engañó a su mujer. Fue con una amiga común de entonces, una locura que duró tres días, y que hoy no comprende. Probablemente hoy se lo contará, o mañana, como cada ayer.
Cuando bajo la escalera para ir a trabajar, me entretengo observando los dibujos que forma el mármol de los peldaños. Distingo a veces tortugas, o palomas, o siluetas femeninas. Hoy me he fijado por primera vez en un rostro, dibujado por el azar con maestría de trazo. Era mi rostro el allí dibujado por las formas caprichosas de las manchas del mármol, perfectamente distinguible si sabías mirar. Volví a casa e hice bajar a mi mujer hasta la mitad de la escalera para que lo viera, pero no supe encontrar de nuevo el dibujo, y mi mujer no me cree.
Me hice policía para que mi patria fuera más segura, y enseguida me pidieron de infiltrarme en un grupo subversivo para investigar sus actividades. Tras meses con ellos, me convencieron de que su causa era justa, y yo empecé a pasar información erronea a mis jefes. Desgraciadamente me descubrieron, y bajo la amenaza de ser fusilado, me pidieron que hiciera creer a los subversivos que seguía con ellos, pero les traicionara informándoles falsamente acerca de las mentiras que contaba a mis jefes referentes a las falsedades que ellos me confiaban. Acabé hecho un lío, sin saber ya para quien trabajo.
Me leyeron el futuro, y me informaron de cual iba a ser el último libro que leería antes de morir. Se trataba de una obra menor de Joyce, quien nunca me había interesado. Pese a todo, me hice el firme propósito de no leer jamás, por si acaso, nada de ese autor.
Han pasado muchos años. Conocí a una mujer excepcional, de la que me enamoré. Es doctorada en literatura, especializada en Joyce, e insiste en que debo conocer toda su obra. Me avergoncé de contarle mis miedos, y, por amor, arriesgo la vida leyendo los libros que me recomienda.
Se compró un arma porque le gustaba imaginar, aunque nunca lo haría, que disparaba a la gente desde la ventana y les veía caer y retorcerse sobre una creciente flor roja. Siempre que apuntaba a alguien desde su ático se aseguraba de que el cargador estuviera vacío. Tras unos días de juego morboso quiso probarse a si mismo que, aun con el rifle cargado, sería incapaz de dañar a nadie. Ahora está emboscado en su balcón, el dedo tenso en el gatillo, frío en el estómago, el rostro de una mujer en el punto de mira. No, probablemente no disparará.
Nunca le explicaba a su mujer porqué salía de casa cuando llovía, y ella lo atribuía a una de sus tantas manías, como la de no soportar las colas o dormir, incluso en los meses fríos, con las ventanas abiertas.
Él salía a la calle, y empapado miraba arriba, dejaba que su boca se llenara de agua y desbordara. Entonces buscaba alguna tapa de alcantarilla que no costara levantar, y se perdía durante horas en aquellos laberintos inundados, cazando sólo. Cuando volvía a casa se duchaba durante largo rato y, si su mujer ya dormía, la besaba en la mejilla.
Desesperado, tras muchas noches de soñar con cuchillos y con garras y despertar gritando, fui a pedir ayuda profesional a un psiquiatra. Tras escuchar mis miedos me pidió que me estirara en el diván, que me relajara, cerrara los ojos y encontrara mi yo. En mi oscuridad, relajado ya, oí el sonido inconfundible del metal contra el metal, de la bestia afilando sus uñas en la roca, y antes de que pudiera abrir los ojos, una mano grande y que olía a formol me lo impidió. Aun no, me dijo, manténgalos cerrados, esto hará que sus terrores desaparezcan para siempre.
A las visitas no les gustaba que el monstruo estuviera en casa, pese a que lo dejaramos encerrado en su habitación mientras cenábamos. Los invitados oían los gritos lastimeros, los golpes y el raspar de sus uñas rotas contra la puerta. Cómo nuestros amigos eran todos gente bien educada, no decían nada, pero se iban pronto y sospecho que cuando no podíamos oirles nos criticaban cruelmente, como si ellos hubieran hecho otra cosa con un monstruo en casa, si tuvieran que tenerlo encerrado cuando hay visitas y darle de comer luego, porque al fin y al cabo es tu hijo.
Me convencieron para que fuera al psicólogo, y me explicó que mi problema consistía en que tengo una cara con la que miro al exterior, y otra con la que me miro a mi mismo. Y al verme a mi mismo desde fuera, no me reconozco, ni reconozco la cara que me observa, que es la mía, o eso decía el psicólogo al menos, pues a esas alturas yo ya me había perdido y no entendía de que cuernos hablaba. Pero, por no desairarle, asentía con ambas caras, y miraba la suya como si me importara algo lo que dijera.
Inicia el informe admirando la magnitud de lo que va a exponer. Si se siguieran sus directrices, si se aplicaran sus criterios tal y como expondrá en esas hojas, la empresa se salvaría. Él ha sido el primero en reconocer de forma tan clara el orden que subyace bajo la desorganización, y las formas tan simples e inmediatas en que podrían reenderezarse las cosas. ¡Y los gráficos! Los ve tan claros en su cabeza, esos diagramas, esos bloques... Sería un buen informe, pero desiste, harto de que le salten los tabuladores y que las barras estadísticas salgan de otro color.